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Murciélagos y pangolines: el coronavirus es una zoonosis, no un producto de laboratorio

Manuel Peinado Lorca, Universidad de Alcalá

En noviembre del pasado año, cuando la enfermedad COVID-19 todavía no había sido detectada en China, unos investigadores publicaron un artículo que parecía más un divertimento propio de científicos encerrados en su torre de marfil que una investigación que resultara de aplicación práctica.

Unos meses después, aquella investigación básica ha resultado clave para conocer el genoma del SARS-CoV-2 y, con ello, su origen. Esto resulta fundamental para la investigación aplicada en su carrera para encontrar algún fármaco o vacuna que nos defienda frente a la pandemia.

El artículo presentaba los resultados de una investigación sobre las infecciones por coronavirus que sufrían los pangolines malayos. Desde la primera frase, los autores anunciaban el motivo que había impulsado su investigación: «Los pangolines son animales en peligro de extinción que necesitan protección urgente. Identificar y catalogar los virus es un enfoque lógico para conocer sus patógenos potenciales y ayudar a su conservación».

Conservación. Nada que ver con la posible aplicación práctica a la virología patógena humana.

Pangolin malayo, Malis javanica. Piekfrosch

El pangolín malayo (Manis javanica) es una de las ocho especies existentes de pangolín. Cuatro de ellas son asiáticas y otras cuatro, africanas. Debido a la gran demanda de su carne como alimento y a sus escamas de queratina (como nuestras uñas) destinadas a su uso en medicinas tradicionales orientales, son los mamíferos silvestres más cazados y traficados del mundo.

El mal estado sanitario y la baja inmunidad que afecta a las poblaciones en cautividad son un importante riesgo potencial para la salud humana, porque los animales infectados podrían constituir un reservorio vírico susceptible de infectar a humanos como ya habían demostrado varios estudios metagenómicos sobre virus patógenos transmitidos por murciélagos, gatos, vacas, aves, caballos y cerdos silvestres. Sin embargo, se sabe muy poco sobre las enfermedades de animales amenazados como los pangolines.

Los resultados de aquella investigación, que parecían una banalidad científica a finales de 2019, pasaron rápidamente al desván del olvido donde descansan millones de publicaciones de investigación básica que parecen inútiles. Pero en este caso, tardó poco en bajar desde la buhardilla al salón principal de la investigación biosanitaria.

La información contrastada y fiable es más necesaria que nunca. A medida que el nuevo coronavirus que causa la enfermedad COVID-19 se propaga por todo el mundo, los bulos, las falsedades y las hipótesis más absurdas se extienden casi tan rápido como el propio virus.

Una de las hipótesis conspiranoicas más extendidas es que el SARS-CoV-2 fue creado por científicos chinos en un laboratorio de Wuhan, donde comenzó el brote, desde donde se habría dejado escapar intencionadamente para provocar la caída de Occidente.

Aunque no les guste a antivacunas, terraplanistas, geoestrategas de pega y otras tribus partidarias de las conspiraciones apocalípticas, existen argumentos científicos más que suficientes para probar que el SARS-CoV-2 es una zoonosis vírica originada en murciélagos y luego transmitida a través de otros mamíferos a los seres humanos. Yo mismo, que no soy ni de lejos un experto, me ocupé hace más de dos meses de ese origen.

Más del 70 % de las infecciones emergentes de los últimos cuarenta años han sido zoonosis, es decir, enfermedades infecciosas causadas por bacterias, virus, hongos o parásitos que se transmiten de los animales a los humanos. Pueden hacerlo a través del contacto físico directo, a través del aire o el agua, o mediante un huésped intermedio. Con frecuencia, estos patógenos zoonóticos no afectan a los animales en los que residen, pero pueden representar un riesgo enorme para los humanos que no tienen inmunidad natural contra ellos.

La demostración del origen natural del SARS-CoV-2 fue una investigación publicada el pasado 17 de marzo en Nature Medicine, cuya conclusión no puede ser más tajante: «Nuestros análisis muestran claramente que el SARS-CoV-2 no es un diseño de laboratorio o un virus fabricado a propósito», escriben los investigadores.

El SARS-CoV-2 está muy relacionado con el virus que causa el síndrome respiratorio agudo severo (SARS-CoV-1), que se extendió por todo el mundo hace casi 20 años, y fue controlado después de causar unas 8 000 muertes en China. Los científicos han concluido que el SARS-CoV-1 difiere del SARS-CoV-2 tan solo por varios cambios de letras clave en el código genético de ambos.

La estructura molecular general del SARS-CoV-2 se parece más a los virus encontrados en murciélagos y pangolines que habían sido poco estudiados y de los cuales se ignoraba que causaran daño a los humanos. Si algún doctor diabólico hubiera querido diseñar un nuevo coronavirus patógeno, lo habría diseñado a partir de un virus del que se supiera que provoca enfermedades.

Varios animales salvajes, entre ellos tres pangolines malayos, uno de ellos una hembra con su cría, en un mercado de Myanmar., Dan Bennett

¿De dónde vino el virus? Podemos plantear una doble hipótesis. La primera sigue la estela del origen de algunos otros coronavirus recientes que han causado estragos en las poblaciones humanas. Sabemos que en algunos casos los humanos adquirimos el virus directamente de un animal: civetas en el caso del SARS-CoV-1 y camellos en el caso del síndrome respiratorio del Medio Oriente (MERS).

En el caso del SARS-CoV-2, las investigaciones apuntan a que el animal era un murciélago que transmitió el virus a otro animal intermedio, con toda seguridad un pangolín de acuerdo con el genoma del coronavirus encontrado en estos animales, que lo transmitió hasta los humanos. Según esa hipótesis, las características genéticas que hacen que el nuevo coronavirus sea tan patógeno para infectar células humanas residían en esos animales antes de saltar a los humanos.

En la hipótesis alternativa, esas características patógenas habrían mutado después de que el virus pasara directa o indirectamente de un pangolín a los humanos. Luego, ya dentro del nuevo huésped, el virus podría haber evolucionado para conseguir penetrar fácilmente en las células humanas. Una vez que desarrolló esa capacidad, el patógeno sería aún más capaz de propagarse entre las personas.

Si el virus ingresó en las células humanas en forma patógena, eso aumenta la probabilidad de brotes futuros. El virus aún podría estar circulando en la población animal y podría saltar nuevamente a los humanos, perfectamente preparado para causar un brote. Por el contrario, las posibilidades de tales brotes futuros son menores si el virus debe ingresar primero en humanos para que luego evolucionen sus propiedades patogénicas.

Un dilema aún por resolver, pero que plantea tres medidas urgentes para que una infección de esta naturaleza no se repita: hacer un seguimiento de los coronavirus que infectan a especies de mamíferos; prohibir el tráfico de vida silvestre, y reducir la exposición humana a la vida salvaje cerrando los mercados en los que se venden animales salvajes vivos, una prohibición ya adoptada por China.The Conversation

Manuel Peinado Lorca, Catedrático de Universidad. Departamento de Ciencias de la Vida e Investigador del Instituto Franklin de Estudios Norteamericanos, Universidad de Alcalá

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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